Hay días en que la cotidianoidad parece devorarnos enteros. El asfalto quema bajo nuestros pies, prisioneros de cuero y cordones. Entonces quizás llega ese momento inevitable: la necesidad de despojarse de todo lo que nos separa de la tierra.
Nos desatamos del mundo, dejamos caer ese cárcel en nuestros pies y, como cuando éramos chicos, redescubriendo esa sensación especial. Hundimos los dedos en el pasto que nos abraza.
La piel vuelve a charlar con el suelo, ese viejo diálogo que habíamos olvidado. Raíces invisibles se estiran hacia abajo, bebiendo secretos que solo la tierra conoce. Los dedos se conectan captan ese pulso de la tierra.
Y así, descalzos, vulnerables, somos otra vez parte del todo. Porque la vida no siempre crece hacia arriba, a veces se expande en silencio bajo nuestros pies, esperando que recordemos el camino de regreso a casa...
MC
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